En “El viento conoce mi nombre”, la última novela de Isabel Allende, la escritora construye quizá su libro más urgente: una trama sobre el desarraigo de los refugiados a partir de la separación de una niña de su madre en la frontera que conecta con el pasado del Holocausto para deshilvanar problemáticas como la migración, la violencia y la crueldad, pero también para alumbrar los intersticios donde se cuela el amor, la solidaridad y la esperanza. “El arte conecta a los seres humanos de una manera íntima”, sostuvo.
TELAM (Por Milena Heinrich).- Desde su oficina en Estados Unidos, donde está viviendo temporariamente mientras su marido se recupera de Covid, Isabel Allende compartió una conferencia de prensa con medios de habla hispana a propósito de su última novela publicada por Penguin Random House. “La mecha fue en 2018 con la política de Trump de separar niños de sus padres en la frontera. Apareció en la prensa el reportaje de unos niños en jaula, de los niños separados de sus familias y nadie pensó en la reunificación. Habían deportado a los padres y no habían seguido la pista de los niños. Hoy tenemos mil niños que no han sido reunificados con sus familias”, planteó como disparador.
Al igual que desde hace 40 años con cada uno de sus libros, a “El viento conoce mi nombre” lo empezó a escribir a principios de enero, un poco por superstición y otro tanto por disciplina, dos ingredientes que la autora combina con precisión y que a sus 80 años, como dice, le han dado muy
buenos resultados: es la escritora en lengua española más vendida y traducida, autora de libros emblemáticos como “Eva Luna”, “Paula” y “La casa de los espíritus”, su primera y exitosa novela que este año, en octubre, estrena serie producida en Chile y protagonizada por Eva Longoria.
Una adaptación que celebra porque es la primera hecha por mujeres, en español y latinoamericana, a diferencia de la famosa película producida en inglés y protagonizada por estrellas de Hollywood.
La historia de su nueva novela le dolía hasta apretarle el estómago, ahí donde para ella se ubican las tramas que luego serán libros: “Las historias que termino escribiendo son como semillas que tengo en el vientre más que en la cabeza, y van creciendo y creciendo hasta que me ahogan. Y entonces, ya sé que es tiempo de escribirla. Luego viene todo el proceso de investigación, que me da mucho material. Y con esta novela fue una investigación muy fácil porque está pasando hoy y conozco a la gente que está trabajando para lidiar el problema, porque en eso trabaja mi fundación”.
Al horror al desarraigo y a la violencia Allende la conocía de primera mano justamente por el trabajo de la fundación que lleva su nombre allí en la frontera. Tal vez por eso no fue difícil verle la cara humana al problema que en los medios se presenta bajo el significante vacío de migrantes y refugiados. Para la narradora detrás de esos números hay historias, tragedias familiares, itinerarios desembrados. Niños sin padres y sin madres. Madres sin hijos.
Y hay algo de ese desarraigo que la une a su propia experiencia de migrante: “una eterna extranjera” como se define: nacida en Perú, radicada en Chile, exiliada en Venezuela tras el golpe a Salvador Allende, radicada ahora desde 1987 en California. Y aunque la vida le ha dado bastante experiencia para descifrar lo inconcebible hay algo para lo que todavía no encuentra explicación: “Lo que más me cuesta entender es la crueldad sistemática como política”, lamentó.
Con todo este trasfondo dándole vueltas como una “sopa”, la autora hilvana dos tiempos en la novela. Dos tiempos del horror, aunque uno por estar transitando este presente es más difícil ver de frente en toda su gravedad y dimensión y es ahí donde la literatura hace de las suyas para individualizar lo que resulta inabarcable. Por un lado, la historia de Samuel Adler, un niño judío austriaco que es enviado por su madre a Inglaterra a través del programa Kindertransport, que salvó a miles de niños durante el Holocausto, y por el otro, el tiempo de hoy, de la mano de su protagonista Anita Díaz que huye de El Salvador camino a Estados Unidos con su mamá, pero su llegada a la frontera mexicana coincide con una nueva política gubernamental que las separa, y Anita queda sola en un mundo lejano que no comprende. La Anita que protagoniza su libro se inspira en una niña que la escritora conoció y se llama Juliana.
El título del texto se inspira en el borramiento de la identidad de los niños y las niñas que llegan a la frontera, porque cuando el sistema los encuentra los identifica con un número (a veces porque son chiquitos y no saben sus nombres o la comunicación se vuelve difícil por la diferencia lingüística). Anita, la protagonista, quiere que “alguien recuerde su nombre verdadero. Ella no es un número, lo cual tiene un cierto eco con el hecho de que a los judíos los marcaban con un número”, apuntó la escritora.
Sobre el problema de los refugiados, para Allende “no habría refugiados si no es por la situación de extrema violencia o de pobreza que se vive en los países de origen. Hay que resolver las situaciones de origen”, pero al mismo tiempo consideró que “no se va a resolver ese problema global si no tenemos una solución global para resolverlo que no es separando a la gente con una muralla”.
De la misma manera en la que el drama se cuela con la pluma conmovedora de una escritora que no es ajena al dolor social, también en su literatura hay lugar para verle el lado luminoso a la humanidad. “Cuando uno lee las noticias, solamente se entera del horror que sucede en el mundo, nadie habla de lo bueno que está sucediendo y de la gente que está tratando de ayudar. Como yo trabajo con esa gente, para mí es muy fácil balancear lo bueno y lo malo”, comentó.
Hace algunos años que Allende viene advirtiendo sobre lo que llama una crisis humanitaria, cuya mayor expresión es la violencia contra las mujeres. Por eso, el enemigo es el patriarcado. “Lo que veo es que la gente que está trabajando por ayudar a los refugiados son casi todas mujeres.
Porque ahí no hay ni dinero, ni gloria, ni fama. Hay cuarenta mil abogados en los Estados Unidos pero los que acompañan a los niños en las cortes son todas mujeres. Las trabajadoras, las psicólogas. Este libro es un homenaje a ellas también”.
“Lo que más me cuesta entender es la crueldad sistemática como política”.
Consultada sobre la situación de violencia actual, Allende consideró que “estamos muy polarizados, hay mucho racismo, mucho temor de los blancos con el cuento de la supremacía blanca. Pero en los años de mi vida he visto que hay más democracia, hay más educación, información, conexión; yo creo que tenemos más herramientas para progresar de las que teníamos cuando nací”.
“Yo nací en la mitad de la Segunda Guerra Mundial, durante el Holocausto y la bomba atómica. Antes de las Naciones Unidas, antes de la declaración de los derechos humanos, del feminismo o los derechos de los trabajadores.
Entonces, he visto en los años de mi vida cómo la curva de la evolución va hacia arriba, pero no es una línea recta, es una línea que tiene baches, en zigzag y si no tenemos cuidado, retrocedemos”, argumentó. Como ejemplo, tomó lo que ocurre en Afganistán y los talibanes que en 24 horas las mujeres que eran médicas, abogadas, tuvieron que encerrarse en sus casas.
“Siempre hay que estar vigilante para que eso no ocurra. En los Estados Unidos ha habido un tremendo retroceso desde que se suspendió el derecho al aborto, por ejemplo”.
En tal sentido sostuvo que hay “un intento sistemático de tratar de ignorar” algunos temas de la historia como la esclavitud, las derrotas militares o los derechos civiles y consideró que es real “la amenaza de la tercera guerra mundial, la vuelta del fachismo y de la ultraderecha” pero destacó que hoy tenemos más herramientas y que la “historia se repite si no sabemos habitarla”.
Aunque esta novela tenga un componente tan contemporáneo y urgente, para Allende no forma parte de un propósito literario en el sentido de que cuando escribe no busca dejar un mensaje sino contar una historia: “No estoy tratando de predicar, pero sí de contar algo que a mí me importa mucho. Imagino que me importa a mí, le importará otro, pero no pienso en eso sino en el placer de contar la historia”.
Sin embargo, sí cree en el poder transformador y crítico del arte: “Cuando nosotros oímos que hay millones de refugiados eso es un número abstracto, el arte acerca, te pone en contacto con una cara, un nombre, que podría ser tú o tu hija la que está separada en una jaula. El arte conecta a los seres humanos de una manera íntima”.