La pérdida de la inocencia, la transición entre la infancia y la adolescencia es ese período de duración indefinida en el que transcurren los nueve cuentos de «Dejar la infancia», un libro de la escritora mendocina Graciela Scarlatto: «Me interesa lo lábil de cualquier estado de gracia, el proceso de devenir hacia su finitud, como la patria de la infancia, la felicidad o los estados de enamoramiento», dice la autora.
BUENOS AIRES (Por Eva Marabotto).- En la colección publicada recientemente por Erizo Ediciones la autora enfoca sucesos que involucran a sus protagonistas, como la muerte de un ser querido o un abuso sexual, pero también otros externos, como una protesta social. Estas circunstancias modifican la vida de los personajes de estos relatos hasta obligarlos a abandonar la infancia e ingresar en la adultez.
«Dejar la infancia es el registro de aquellos momentos que quedan en algún lugar del cuerpo como una herida que nunca acaba de cerrarse», analiza Luciano Lamberti en la contratapa. «Hablaban como si fueran libres, o casi libres, como si no tuvieran que ir a la escuela ni vivieran con sus familias, ni sufrieran cualquiera de las humillaciones que su edad les imponía», es la frase de Alice Munro que elige la autora para abrir el texto.
Scarlatto nació en Mendoza. Es poeta, narradora, traductora y directora editorial de Ediciones Diotima. Dirigió en Mendoza el espacio de arte Artaud y trabajó como creativa publicitaria. Se desempeña como directora de comunicación del Centro PEN Argentina. Fue prejurado en el concurso de Cuento de la Fundación La Balandra en varias oportunidades. Publicó 3 libros de poesía entre España y Argentina y participó en varias antologías, entre ellas «Cine de Papel», «APIV», «Valencia», e «Italiani d’ Altrove».
En 2021 publicó el libro de poemas «Clepsidras en la lluvia», Ediciones del Dock, y su novela «Vaselina» en Ediciones Simurg. Tiene una nueva obra inédita.
La autora conversó con Télam de su trabajo sobre la musicalidad de su prosa y su búsqueda estética para que el lector complete la historia.
-Télam: Desde el título mismo enunciás un momento determinado que es el que focalizan los cuentos: el tránsito de la infancia a la adolescencia…
-Graciela Scarlatto: Escribí «Dejar la infancia» para enfocar ese estado de gracia que tienen los niños y se pierde cuando aprenden, por ejemplo, a manipular a otras personas, a mentir o a ocultar. Me pregunté qué pasa con ese espacio de bienestar que se pierde paulatinamente. Hay, por ejemplo, alguien que deja de recibir regalos de Papá Noel por las dificultades económicas y una niña que participa junto a su padre de una marcha durante el Mendozazo.
-T.: Todos apuntan a narrar esa pérdida de la inocencia…
-G.S.: Sí, y diría que, en conjunto, actúan por acumulación. Se resignifican el uno al otro ya que tienen un mismo tema: el fin de ese estado de gracia. Me interesa lo lábil de cualquier estado de gracia, el proceso de devenir hacia su finitud. La patria de la infancia, la felicidad, los estados de enamoramiento, la salud. Reflexionando sobre esos temas nació el cuento que le da el título al libro, «Dejar la infancia».
-T.: En la contratapa Luciano Lamberti destaca la «musicalidad» de los textos, ¿los leés en voz alta?, ¿cómo trabajás ese aspecto?
-G.S.: No los leo en voz alta pero sí la busco. Me preocupo por la sintaxis, por el ritmo. Darle un respiro al lector. Pero creo que cada texto tiene su propia música y su propia respiración y tiene que ver con el tema. No es lo mismo la nena en la manifestación que dos hermanos revolviendo recuerdos de su abuela en un baúl.
-T.: En ese sentido, ¿creés que el contenido condiciona lo estético?
-G.S.: Yo no me preocupo por que mis cuentos tengan un final sorpresivo.
Más bien busco una prosa suave y elegante, a medida para narrar ese paso de la infancia a la adolescencia que es así, una transición. De ninguna manera busco ese cross en la mandíbula sino un final sencillo y plácido.
-T.: Esta concepción te acerca a la tradición del cuento norteamericano…
-G.S.: Sí, también al boom y a latinoamericanos como Roberto Bolaño. Pero, sin dudas, que influyeron en mí John Cheever y Margareth Atwood. Me interesan ciertos textos del realismo, algunas tramas que no apuntan al final impactante.
-T.: Sos artista plástica, ¿eso tiene influencia en tu prosa?
-G.S.: En realidad las artes plásticas entraron después en mi vida, ya que escribo desde los ocho años. Empecé a dibujar como otra búsqueda de expresión, pero me educa el ojo para ver los detalles. Me permite enfocarme en lo pequeño, pensar dónde poner la cámara. Para mí lo micro, el detalle, es importantísimo. El contraste y la diferencia de tonos. La pintura te enseña a poner la cámara en la singularidad más importante de un contexto, a mostrarla y explotar todo su potencial sensorial, para que irradie, para que contamine todos los sentidos posibles de una historia. Buscar mostrar y no explicar.
-T.: Entonces, tus textos presuponen una lectura activa, que el lector busque el sentido…
-G.S.: Claro, de algún modo el lector completa la historia. Por eso el final no es abrupto, para que el lector lo «mastique», lo piense y encuentre después hacia dónde va. Busco mostrar una situación que se decante.
-T.: ¿Te sirvieron estos cuentos para recordar o para reelaborar el fin de tu infancia?
-G.S.: Las historias de «Dejar la infancia» no son autobiográficas pero sí toman algunas de mis experiencias como disparadores. Me ayudan a reflexionar sobre ellas. Para eso sirve la literatura, para reelaborar ciertas cosas. También para sobrellevar el dolor. Por eso quizás es considerada peligrosa. Porque es una epifanía de lo que es verdadero, es reelaboradora de lo que no vemos. Para eso escribo, para saber lo que no sé. No escribo sobre lo que sé. Busco entender cómo llegué hasta aquí.
-T.: Sos editora y creadora de la editorial Diotima y, sin embargo, publicaste tus cuentos en otra editorial, ¿cómo fue la experiencia?
-G.S.: Al ser editora no quería legitimarme a mí misma publicando mi propio texto. Por eso busqué otro sello y surgió Erizo Ediciones, que queda en La Plata. Ellos fueron muy respetuosos. Sobre todo Agustín Jáuregui, el editor, que se fijó en detalles que yo no había visto. Él hizo brillar el texto y lo perfeccionó.