Por Concha Pelayo.- Este lugar fronterizo conocido por los Arribes del Duero, constituye uno de los fenómenos geológicos más singulares del Planeta. El río Duero, tras abandonar la meseta y cruzar las últimas tierras zamoranas, llega a la frontera portuguesa chocando frontalmente con el macizo Hespérico que le obliga a realizar un giro en dirección suroeste dada la dureza del afloramiento batolítico que se resiste a sus poderosas y enfurecidas aguas. Y en este desplazamiento, al que se ve obligado el río, es lo que va a forjar tan singular fenómeno.
Al no poder perforar el macizo Hespérico, inteligentemente, el Duero, tal vez hechizado por la magia y magnetismo que irradia el macizo, se adosa estrechamente al mismo, va tanteando sus bordes hasta conseguir encontrar un punto más vulnerable a la altura de Mogadouro (Portugal) que le permita continuar su acción erosiva. Allí concentra toda su energía hasta horadar un paso que le permite atravesarlo para recobrar su tradicional recorrido en dirección y pendiente: “Dirección Este. Oeste y discurrir mesetario”.
Es en estos cien kilómetros de recorrido fronterizo adosado a la roca granítica, donde el Duero, a lo largo de, aproximadamente, trescientos cincuenta millones de años forja el cañón conocido como los Arribes del Duero.
Y así se nos presenta en la actualidad, majestuoso e imponente, entre acantilados de más de doscientos metros de altura, por donde el águila real, la cigüeña negra, el buitre leonado o el halcón peregrino, planean silencios extendiendo sus alas, ojo avizor, prestos a alcanzar alguna presa.
Si bien, las centrales hidroeléctricas restaron agresividad al imperioso río Duero, hay que reconocer que gracias a ello, podemos adentrarnos hasta sus mismas entrañas para saciar la sed de aventura, curiosidad e imaginación que cualquiera pueda generar dentro de sí.
Navegando silenciosamente sobra las aguas de este cañón en canoa, en piragua, en un barco acristalado e insonorizado, o en cualquier otro medio, el hombre sentirá detenerse el ritmo de su corazón, para acallarlo y percibir con nitidez la propia vida que bulle en su interior. Los ojos del hombre guardarán en su retina el espectáculo que ofrecen algunas de estas especies cuando, después de un aguacero, sobre los picos más altos de las cortadas pétreas, con las alas extendidas, secan al sol su magnífico plumaje Mientras, el arco iris ha hecho su presencia coronando en su totalidad el espectáculo.
Como dijera Shelling: “Poseemos una revelación más antigua que cualquiera otra: La Naturaleza”.