Carta a mi ciudad ¡Hola mi Río Grande querido!

¿Cómo estás? Hoy cumples 103 años pero, desde que el mundo es mundo, existes. Hace tanto tiempo que no conversan nuestras almas. Vos, desde el corazón de Gaia, y yo, pequeño ser espiritual, desde esta efímera experiencia humana.

Por Marita Ojeda.- No sé si te acuerdas que antes de caminar, ya gateaba en las casonas de los cascos de las estancias: Catalana, Inés, Pilarica, María Behety en donde trabajaban mis padres, antiguos pobladores, Luis Jesús Ojeda Bahamondez e Isabel Nahuelquín. Las viejas fotos en blanco y negro de los años 60 delatan mi paso por esos lugares, tus lugares: los piños de ovejas en los corrales, el andar con los perros al aire libre, las cabalgatas, el bosque, el ritmo de nuestras vidas, al ritmo de la luz de los rayos del sol.

Mis padres, muy jóvenes y muy trabajadores, dejaron la vida rural cuando mi hermano y yo debíamos cursar nuestros primeros pasos en la escuela. ¿Te acordás? Y vinimos al pueblo: Luis ingresó al Ceferino Namuncurá y yo al María Auxiliadora. Mamá, mujer fuerte y multifacética, se hacía cargo de los menesteres del hogar y papá, en la Cordillera, con la empresa Trefalult, haciendo la apertura del Paso Garibaldi hasta su ingreso a Bridas SAPIC. En ese tiempo éramos poquitos y todos nos conocíamos. ¡Qué linda época!

Lola Kiepja y el eterno homenaje.

En la casa que alquilábamos, en la calle Alberdi, allá por el año 1970, había un patio inmenso que mi mami supo aprovechar, como otras vecinas: gallinero y huerta. En todas las estaciones se producía algo y si no, ella nos llevaba a recolectar alimentos: en el mar juntábamos luche, cholgas, mauchos y en la tierra: hongos, huevos, achicoria, calafate. La Chabela, el apodo de mi mami, solía decir “¡Aquí, el que se muere de hambre es porque no le gusta trabajar!”. 

¡Mirá Río Grande si te hemos caminado! El frío, la lluvia, el viento o la nieve no eran impedimentos para andar al aire libre y mucho menos cuando jugábamos con los trineos ó simplemente patinábamos por tus calles anchas, de ripio. Cuando las máquinas trabajaban para pavimentar, nosotros corríamos a buscar tu preciosa arcilla y jugábamos con ella como si fuera plastilina. En las noches de luna llena o nueva, quedábamos hasta tarde jugando afuera, con todos los chicos y chicas de la cuadra. Había tan pocos autos que éramos dueños de esos espacios.

Luego nos trasladamos a Libertad y Alberdi. Un nuevo barrio, nuevos vecinos. El mar llegaba al patio del fondo de nuestro nuevo hogar. No sé en qué momento te urbanizaron. Lo que más recuerdo era la guerra de agua en carnaval. En un tambor colocábamos todas las bombitas de agua y de allí en más, hasta terminarlas. Reforzábamos con pomos (no existían aún las botellas de plástico) y también ligábamos los baldazos que desde el techo nos propinaba Nino, el de la librería Don Bosco. No existía la vida sedentaria. No sabíamos qué era aburrirse.

Presencia en el lugar donde cayó el Aeroposta, Goodall, Marita Ojeda, Julián Baeza, Chiquito Martínez y Luis Ojeda.

Río Grande querido… me viste crecer. Cuando era estudiante secundaria nos hablábamos seguido. Sentarme en la playa y mirar el inmenso mar, con ese horizonte interminable, queriendo imaginar en qué punto de este planeta estábamos. En ese entonces no había internet, wp ni redes sociales. Sólo éramos vos y yo.

Fuiste hogar que contuvo a un pueblo heroico en la Gesta de Malvinas de 1982. ¿Alguien te reconoció? ¿Alguien nos reconoció? Nosotros nos quedamos, resguardándote y defendiéndote. Muchos se fueron. Muchos mandaron sus familiares al norte. Y los que te amamos, aquí, al pie del cañón, sin saber que se llevaban a cabo las operaciones Mikado, Plum Duff, y Kattledrum que se ejecutaron sin éxito dentro de la ciudad, gracias a la presencia y resistencia de muchos soldados argentinos, en especial, los hijos de tus entrañas. Sé que habrás sentido este amor incondicional y sé también que sabés de nuestros VGM fueguinos: Juan Carlos Ampuero Yañez, y aún sin reconocer, Juan Carlos Alderete, Ricardo Uribe y muchos más.

En el profesorado, ya entrando el año 1990, aprendí amarte porque nos tocó a profesoras como Diana Cotorruelo quien, amorosamente, nos traía para nutrirnos de fueguinidad el primer trabajo de Julio “Mochi” Leite, “Cruda poesía fueguina”. Allí, en las aulas del Don Bosco, leí por primera vez Mi Cristo Ona. O la Dra. Inés Penazzo que nos daba clases magistrales de tu suelo, en su contexto orográfico, hidrográfico, flora y fauna. O Bety Martinese, una profesora que supo sacar lo mejor de mí en creatividad. Escribí “Los ruidos de Río Grande” y tantas cosas más. Más tarde, los libros de Oscar “Mingo” Gutiérrez, enriquecidos de vivencias, hablando de los primeros pueblos y antiguos pobladores como el “Chango” Medina y su libro “Llama azul” o Luján Muñiz como primer radioperador en la radio de La Misión Salesiana. Costumbres y apodos que aún hoy persisten o resisten.

Los hijos escriben sobre sus padres, Sandra Agnes y Marita Ojeda, un proyecto que desde nuestro medio publicamos.

La vida quiso que dentro del ámbito municipal, donde trabajé, compartiera gratos encuentros con Mochi, Mingo, con Walter Buscemi y el origen de su “Cantata fueguina”, Carlos María Ratier, Domingo Montes, Miguel Vitola, Luis Soler, todos referentes de la música, de tu historia, de la poesía, de las letras. Ellos ya rescataban porciones de tu existencia y yo iba reconociéndote y amándote en cada lugar nombrado, en cada historia contada, en cada rostro visibilizado, en cada verso escrito.

Mientras transcurría mi adolescencia y juventud vivimos a la par nuestra transformación. La gente llegaba del norte del país; luego las fábricas proliferaban. Nacían los centros de residentes de diferentes provincias y a nosotros, los fueguinos, nos costó entender el proceso.

Vos, mi tierra fueguina, habitada por extraños seres que esperaban el fin de cada año para irse y volvían refunfuñando en su regreso para estar un año más, hasta la próxima ida. Tanta queja enturbiaba la energía de este lugar. No parecía una elección, parecía un castigo. Sé que eres energía, como toda Gaia, ¿Qué sentiría tu corazón doliente ante tanta ingratitud?

Río Grande, mi precioso lugar, testigo de amores y desamores. Estoy de nuevo aquí, queriendo saber qué sientes ante tantas injusticias. Tu suelo regado de sangre inocente; un pueblo selk’nam que lucha cada día por sus reivindicaciones; los pioneros y antiguos pobladores que mueren casi en el anonimato. Nos falta Esther “Meco” Andrade, pero resisten y gracias a Dios existen Julián Baeza, “Tony” Márquez, Any Berbel. Nos sobra una gran casta política que no brega por el bien común, y que menos lucha por nuestra historia, tu historia: el puente colgante, el muelle, la fisonomía de nuestras antiguas casas…en fin…

Quisiera recostarme en tu suelo y sentir tus latidos. ¿Ya se sumaron los corazones de Lola Kieps y Angela Loig para hacer bellas melodías sanadoras? ¿Retumba en tus venas la sangre de Don Arteaga y Virginia Choquintel?

Mientras una voz se levante en tu defensa, mientras alguien te nombre, siempre vivirás. Como ahora, que vives en las postales de Alfio Baldovin, los cestos de las hermanas Estela Maris y Margarita Maldonado, la poesía de Fredy Gallardo, todo el legado de Niní Bernardello, los cantautores Facundo Armas, Leda Soto, Gonza Lemui, Facundo Agüero y amorosamente en mí, que junto a Sandra Agnes y el acompañamiento del Diario El Sureño publicamos “Los hijos escriben sobre sus padres”.

“Lo que el viento no arranca, lo arraiga”. Mochi creó esta frase y yo la hice carne. Dejo un beso a tus hermosos cielos, mi legado de hijos y nietos a tu suelo, abrazos a cada silueta orográfica, y mi alma fluyendo en las aguas de tus ríos, lagos y lagunas.  TE AMO. Hasta un próximo e íntimo encuentro.

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