Pocas cosas tan representativas de lo que los millennials hemos vivido de forma única, de lo que nos distingue de generaciones previas a la nuestra en la forma que tenemos de experimentar el mundo de forma novedosa, como el Tamagotchi. Buena parte de los niños de finales de los 90 contaban con alguno de estos aparatos de Bandai, un juguete que por primera vez nos hacía conectar emocionalmente con ristras de datos digitales al otro lado de la pantalla.
Tamagotchi Pix: la firma japonesa acaba de poner a la venta versiones renovadas de sus primigenios modelos. Los nuevos Tama-huevos mantienen su esencia y sólo añaden ligeras actualizaciones: sus tres botones serán ahora táctiles, la pantalla es a color, tendrá una cámara de selfies y habrá un puñado de opciones nuevas de cuidado de la mascota. Salvo esto, su encanto será el mismo: un gadget muy poco smart con un animalito dispuesto a partirnos el corazón.
Son los japoneses adultos los que han mantenido viva la llama de sus ventas, pero en estos momentos, más de 20 años tras su aparición en occidente, los millennials también han empezado a sufrir en los últimos tiempos un impulso por reconectar con los aliens con los que jugaban en su infancia.
Lo retro: así, con los Tamagotchis estamos sufriendo el síndrome “Yo fui a EGB” pero a nuestra particular manera. Si bien a nadie le extrañaría que también volviesen los tazos o las Polly Pockets, nos diferenciaremos de los de la generación X por una atracción a aparatos digitales primitivos o manifestaciones de internet más naifs. Lo vimos con el auge de la reparación de Game Boys Classics o con la idealización de redes sociales como Messenger o MySpace.
Al borde del nuevo milenio los ojos preadolescentes se obnubilaban con los sistemas de hardware pese a sus enormes limitaciones mientras el ciberespacio preludiaba territorios utópicos. Hoy ambas cosas son mera rutina, cuando no fuente de malestar.
Tu mejor amigo: estas criaturas, desde sus reducidas y pixeladas pantallas, también nos quisieron lanzar un mal presagio. Muchos de nosotros estábamos enganchados al juguete, a lo que le sucedía a esa pequeña mascota. Fue la primera vez que algunos de nosotros sentíamos la necesidad de vigilar impulsivamente lo que pasaba dentro de la máquina. Tu Tamagotchi crecía, cambiaba, envejecía aunque tú no lo mirases. Era una protoadicción a los efectos que tienen en nuestra psique los mecanismos de recompensa de las redes sociales.