¿Crees que existe una fuerza todopoderosa que determina tu destino, que tu futuro está escrito, que las casualidades no existen? ¿O piensas que es cada uno el que se forja su propio futuro?
En 1970 aparecía un libro escrito por el premio Nobel de Medicina francés Jacques Monod: El azar y la necesidad. Su título era toda una declaración de principios: convertía en lema de su libro el pensamiento de Demócrito “todo lo que existe en el mundo es fruto del azar y la necesidad”. El texto, una reflexión desde la ciencia del mundo y el ser humano, se convirtió en un best seller y suscitó numerosos debates por su defensa de que la vida es un simple accidente en la historia de la naturaleza. Monod lo dijo más poéticamente: “El hombre vive en un mundo extraño; un mundo que es sordo a su música, y tan indiferente a sus esperanzas como a sus sufrimientos y sus crímenes”.
El ser humano es accidental y superfluo: estamos en este mundo de chiripa –si los dinosaurios no hubieran desaparecido no estaríamos aquí– y al universo le importa un bledo que permanezcamos o nos extingamos. Claro que otros piensan que el azar es simplemente una excusa que hemos inventado para aquello que no encontramos explicación, que todo tiene un motivo para suceder, que las casualidades no son tales.
¿Existe el destino?
Antes de plantear esta pregunta habría que decidir primero qué es. Definirlo, como hace la Real Academia, como una “fuerza desconocida que se cree obra sobre los hombres y los sucesos” no es decir gran cosa. ¿Qué o quién es esa fuerza irresistible? ¿Por qué debe interferir en la vida del ser humano? Se dice que todo tiene un motivo. ¿Pero cuál? ¿Qué razón hay para quien muere al caerle una maceta un día de viento? ¿O a quien le toca el gordo de Navidad? ¿No será que nos negamos a aceptar la aleatoriedad del mundo? Es bien conocido en psicología que el ser humano necesita encontrar razones para lo que sucede. Si no las ve las busca, y si no las encuentra, las inventa. ¿No será la creencia en el destino una forma de dejar todo atado y bien atado?
El concepto de destino siempre ha estado relacionado con lo sobrenatural. La conexión es evidente: si nuestro futuro está predeterminado, alguien debe haberlo hecho. Llamémoslo dios o energía vibratoria multidimensional. Los griegos, y con ellos los romanos, dejaron muy claro quienes tejían el futuro de los seres humanos: las Moiras –en Roma, las Parcas–. Ellas, en el momento del nacimiento, decidían los actos y el momento de la muerte de toda persona. El destino griego siempre estuvo impregnado de hado, de fatalidad, algo que ha persistido hasta nuestros días: nadie habla de destino cuando gana, sino justamente cuando pierde.
La contrapartida nórdica son las Nornas, tres viejas brujas malévolas que deciden el futuro de los hombres con las runas y que viven bajo las raíces del Yggdrasil, un fresno cuyas ramas y raíces mantienen unidos los diferentes mundos que componen la mitología escandinava. El porvenir es tremendamente sombrío. Acorde a la mentalidad guerrera de la sociedad vikinga, donde morir en la batalla era un destino digno de admiración, el fin del mundo estaba predeterminado por una gran y última batalla: Ragnarok. De ella se sabía qué iba a suceder, quién iba a luchar y el destino de cada uno de los participantes en la batalla. En el Völuspá, La profecías de las adivinas, se narra la historia del mundo, desde su creación hasta su destrucción.
Conocemos nuestro destino pero no podemos evitarlo: esta creencia está perfectamente reflejada en las brujas de MacBeth, en la ópera de Verdi La forza del destino –basada en la obra que marcó el comienzo del romanticismo español, Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas– o El puente de San Luis Rey, del norteamericano Thornton Wilder: cinco viajeros se encuentran con un mismo destino, cinco personas diferentes, en viajes motivados por razones diferentes, cruzan el puente más bonito del Perú al mediodía del fatídico 20 de Julio de 1714, en que se vino abajo. ¿Casualidad? ¿Fue el azar quien juntó a esas cinco personas en el puente? ¿O fue Dios?
La necesidad de justicia
El destino, a veces, lo invocamos porque necesitamos de Justicia. Si miramos a nuestro alrededor descubrimos que el mundo lo es todo menos justo: Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos. Pero en nuestro fuero interno necesitamos que al final exista algún tipo de justicia divina que ponga las cosas en su sitio y que nos recompense el esfuerzo. Este mensaje es habitual en la psicología pop y en vendedores de felicidad como Andrew Matthews: “La Creación es justa. Lo que sembramos es lo que cosechamos”. Deseosos como estamos de recompensa, no es de extrañar que esos mensajes se conviertan en superventas.
En cuestiones del destino estamos muy influidos por la cultura griega, cuyo paradigma es Edipo. Si miramos hacia otras culturas podemos encontrarnos con una variedad de planteamientos: los judíos no creen en la predestinación. Yaveh ha creado al hombre libre de elegir su propio destino, es la única criatura del universo que goza de libro albedrío, para escoger seguir –o no– el camino de Dios. Totalmente diferente sucede entre los musulmanes. El sexto y último pilar de la fe es la creencia en el destino (Al-Qadr): “creer en el destino significa creer en Dios; es el que decide y crea los acontecimientos y las criaturas de acuerdo con su conocimiento previo y absoluto”.
¿Eres de control externo o de control interno?
La creencia en un destino tampoco se puede separar de la psicología. Así, uno de los sesgos cognitivos de la depresión es el fatalismo: la indefensión ante los sucesos se interpreta en función de que ése es el destino. De hecho, una de las técnicas terapéuticas usadas en su tratamiento es combatir esa idea haciendo ver al paciente que cierto problema ha sido debido a cierto conjunto particular de situaciones. Un ejemplo han sido los trabajos de la psicóloga Susan Blackmore sobre coincidencias entre creyentes y escépticos en fenómenos paranormales. En ellos Blackmore ha puesto de manifiesto que los creyentes estiman la probabilidad de las coincidencias más bajas de lo que en realidad son, lo que les permite interpretarlas como señales del destino.
Desde un punto de vista psicológico los seres humanos podemos clasificarnos entre aquellos de control interno, personas convencidas de que son ellos quienes manejan los hilos de su vida, y aquellos de control externo, más fatalistas: “Lo que yo haga no va a influir mucho en mi vida”.
Evidentemente nadie es de control interno o externo puro, pero se es más proclive a uno u otro. “Ser de control interno es bueno en aquellos momentos en que puedes manipular tu vida, esto es, en la vida cotidiana” comenta el psicólogo Luis Muiño. “Pero en situaciones extremas, como catástrofes o guerras, salen mejor parados los de control externo”. Por ejemplo, los de control interno suelen ser malos enfermos. Aprender a temperarse es algo importante. En los grupos suele verse muy claramente ambas situaciones. “Los hinchas de fútbol son un buen ejemplo de lo que sucede en los grupos: para lo bueno es de control interno (hemos ganado porque somos buenos) pero externo para lo malo (hemos perdido por culpa del árbitro)”. Aquellos que focalizan menos en su control interno tienden a caer en situaciones como la siguiente. A un chico le han dejado tres mujeres cuya nombre empieza por M. Él se fijará en ese detalle como causa y no volverá a salir con chicas así, en lugar de pensar que quizá tenga algo que ver con él.
Exista o no, quizá lo mejor sea aplicar a la propia vida este dicho que se atribuye al filósofo Betrand Russell: Para ser feliz hay que tener la fuerza suficiente para cambiar las cosas que puedes cambiar, resignación para aceptar las que no vas a poder cambiar y sabiduría para distinguirlas.
Referencias:
Monod, J. (2016) El azar y la necesidad, Tusquets