Constantino Vaporaki, uno de los jugadores argentinos que el pasado 1º de octubre cumplió cuatro años de levantar la Copa del Mundo de Futsal, da su visión de uno de los temas que se instalaron en el debate público. “El ‘amor propio’ no puede construirse en una vida llena de faltantes”, dice desde el deporte de alto rendimiento, un ambiente donde todo parece medirse en resultados.
RIO GRANDE.- El 1º de octubre de 2016, en Colombia, la Selección Argentina de Futsal venció por 5-4 a Rusia y consiguió por primera vez la Copa del Mundo. Constantino Vaporaki marcó el quinto gol en aquella final. En el cuarto aniversario del título, el nacido en Ushuaia eligió recordar su momento más feliz como deportista en las redes sociales. Pero lo hizo de una manera particular. A la foto del plantel festejando el título, la acompañó con un texto en el que recorre su camino como futbolista para dar su mirada de uno de los temas que aparece en el centro del debate público: la meritocracia.
Hoy se cumple un nuevo aniversario del Día más importante de la historia de nuestro deporte. Y, en estos momentos donde la meritocracia se sienta en la mesa de discusión, me parece oportuno reflexionar y contar mi punto de vista.
El ganar una Copa del Mundo requiere de muchísimo esfuerzo, dedicación, voluntad, superación y perseverancia.
Debimos levantarnos de caídas, recuperarnos de dolores físicos y emocionales y dejar de hacer muchas otras cosas que también nos gustan. En mi caso particular, tuve que alejarme 3000 kilómetros de mi casa y de mi familia.
Pero aun habiendo hecho todo eso y más allá de contar con el natural don para jugar al fútbol, hoy sé que no podría haber conseguido ser parte del equipo que ganó un Mundial sin el apoyo de mi familia.
No podría haberlo logrado sin los botines que mi papá me compraba para poder entrenar y jugar todas las semanas.
No hubiera alcanzado la gloria junto a mis compañeros de la Selección, si no hubiese podido jugar en la plaza con mis amigos, en lugar de tener que preocuparme si ese día iba a haber algo para comer en mi casa.
No sé qué hubiera ocurrido si mi mamá no me llevaba al hospital cuando no me sentía bien. Y si no me hubiese enseñado a cumplir los horarios: para ir a la escuela o al club.
¿Qué hubiese pasado si no contaba con el grupo de padres y madres que hacían eventos para recaudar fondos para que tengamos camisetas o podamos viajar a otra ciudad a competir? Sin un techo, sin comida, sin abrigo, sin afecto, sin maestros, sin todas los aspectos esenciales de la vida cubiertos…
Lo más probable es que no hubiéramos podido lograr el objetivo, la meta que nos pusimos. Seguramente haya ejemplos de gente que, aún con mucho menos, consiguió cosas mucho más importantes, y eso es todavía más extraordinario e inspirador. Pero a mí me gusta pensar en que todos deberíamos tener oportunidades, que si así fuera tendríamos un potencial mucho mayor y que más gente talentosa podría tener un mejor desarrollo personal.
Me gusta pensar en una construcción colectiva porque a mí me ayudaron muchas personas, porque no lo hice solo, y creo que la mejor forma de agradecerlo es luchando para que más chicas y chicos puedan tener las mejores condiciones en lo deportivo y en la vida en general.
Considero que el llamado “amor propio” no puede construirse en una vida llena de faltantes, de abandono y de decepciones.
Para finalizar, quiero resaltar una vez más la importancia que otorga el esforzarse, superación y levantarse las veces que sean necesarias en pos de una meta que nos haga felices. Pero me parece clave que estos valores no se utilicen para justificar la desigualdad y para determinar que si alguien tiene poco o nada es porque se lo merece.