En sus 101 años de historia registrada Río Grande fue escenario de semblanzas, como la de Ramón de América, a quien la ciudad le dio amigos, popularidad y una inquebrantable salud y hasta la satisfacción de poder dar estudios a sus hijos y nietos para que elijan su propio camino. Hoy, ya jubilado, este correntino sigue encontrando en la venta callejera lo que más le gusta: estar en contacto con la gente.
RIO GRANDE.- “Cuando comenté que me iba a largar a hacer esto me dijeron que estaba loco”, cuenta Ramón Barrientos, un verdadero ícono de Río Grande quien, con sus 72 años, sigue adelante con la venta callejera de café, un negocio que explota desde 1984.
“Arranqué con cuatro termos y empecé llevando a la Comisaría Primera, al Hospital y a la Municipalidad. En ese tiempo trabajaba 20 horas por día porque atendía los dos turnos de las escuelas”, relata.
“Andaba caminando las calles con barro, con lluvia, con viento… Después hice un carrito que me facilitó las cosas y llegué a tener cuatro con los que atendíamos toda la ciudad. En ese tiempo la gente compraba todo lo que llevaba. Eran tiempos en que la ciudad crecía de una forma increíble. Se seguían instalando empresas y seguía llegando gente”, cuenta Ramón.
Si bien no recuerda con exactitud, Ramón dice que en esa época vendía unos 40 o 50 termos de café por día. Al principio trabajaba solo y el trajín lo obligaba a acostarse a las 12 de la noche y levantarse a las 5. “Hasta que tuve mi propia casa hice esa vida. Después traje a mi mujer y a los chicos y ellos me ayudaban también”.
Ramón tomó dimensión de lo que significaba su trabajo cuando la prensa de todo el país comenzó a posar su atención sobre él, destacando el esfuerzo cotidiano de trasladarse con sus termos bajo cualquier condición climática para llevar café caliente a quienes esperaban su llegada.
En cuanto al éxito de su trabajo, Ramón lo adjudica a su carácter. “Yo tuve mucha suerte porque le caí simpático a la gente. Y soy muy agradecido con toda la ciudad de Río Grande, por todo lo que me dio, pero sobre todo porque cuando tuvimos el problema del trasplante de mi hija estuvieron a nuestro lado. En esos años nos conocíamos todos, era como una familia”, dice con nostalgia.
Ya no anda caminando ni llevando sus carros y se mueve en una camioneta. Calcula que en cada jornada vende unos 15 termos de café y reconoce que el tiempo que le insume el trabajo es más, porque se queda charlando que por lo que anda. “Son los lujos que uno se puede dar cuando está jubilado”, dice, entre risas.
“Mis clientes de toda la vida me dicen que el sabor de mi café no cambió y que es siempre igual, lo que me da mucha alegría”.