Rolando y Manuela

“UNA HISTORIA DE AMOR Y TRABAJO”

Por Jorge Sáenz.- Siempre pensé que debía escribir la historia de mis padres, quizás nunca me animé o tal vez no encontré motivo. Con la celebración del centenario de Río Grande, comienzan a aparecer las fotos, con ésta los recuerdos y uno se da cuenta que, por lo menos, el cincuenta por ciento de ese tiempo hemos sido parte activa de la ciudad, pero mucho más nuestros padres, quienes se sacrificaron asentándose aquí cuando muchos ni siquiera sabían que existía.

Manuela Peralta, mi madre, nacida en Santiago del Estero, en una comuna llamada Punta Pozo en el departamento de Avellaneda. Hija de don Lázaro Peralta y María Díaz, la menor de 8 hermanos. De muy chica tuvo que irse a Rosario con sus hermanos y de allí a Buenos Aires, con su hermana mayor, quien le consiguió un trabajo en casa de familia.

Rolando Sáenz, mi padre, nacido en Zapala, provincia de Neuquén. Hijo de don José Sáenz de profesión herrero y de Irene Cotro; el tercero de los cinco hermanos Sáenz. Queda huérfano de padre con apenas tres años. A los 14 años un amigo de la familia lo llevaría a trabajar a la gran ciudad donde aprendería su oficio de panadero.

Ya en Buenos Aires y cumpliendo con el servicio militar, a través de un amigo en común conoce a Manuela, con quien se pondría de novio y más tarde se casaría.

Debido a la falta de trabajo y viviendo de changas poco frecuentes deciden migrar con sus hijos, Gladys y Jorge, al sur , donde se encontraba su hermano Leoncio quien le ofrecía trabajo en su confitería EL VELERO, ubicada en Mackinlay y Estrada donde también tenía su casa. Lo primero de todo era ubicar dónde quedaba Río Grande y luego ver de qué forma llegarían.

Así fue como en 1964 llegaban a Río Grande con la ilusión de mejorar su destino. Todavía recuerdan la preocupación de Manuela tratando de explicarle a la azafata que Rolando se encontraba en el baño con su hija, mientras el avión comenzaba su descenso y posterior aterrizaje. La azafata no se percató de esto hasta haber finalizado el aterrizaje. Por suerte ese día estaba muy calmo.

Felices, Rolando y Manuela.

En el pequeño aeropuerto lo esperaba Leoncio; cuando se le pregunta a Manuela cuál fue su primera impresión, su contestación es: “era deprimente, la imagen me hacía acordar a las películas del oeste donde todas las casas eran de madera, al igual que los cercos, solo faltaba el fardo de pasto empujado por el viento”.

Fue corto el tiempo en la confitería, las oportunidades de hacer negocio con poco eran muchas, un pueblo con pocos habitantes permitía arreglos de palabra, compromiso que tenían tanto valor como cualquier papel legal. Rolando diría: “Época donde la palabra tenía valor”.
Los hermanos encontraron la oportunidad de alquilarle la panadería a Parún, ubicada en la esquina de Perito Moreno y Piedra Buena, donde en algún momento estuvo el conocido comercio Lucaioli, claro que su estructura era toda de madera.

Rápidamente comenzaron a sacar su variado producto al mejor estilo Buenos Aires. Con experiencia en el rubro, implementó la venta en la calle, utilizando un carro improvisado con una moto, acompañado por los hermanos Torres, más conocidos por Los Chapaleles, Bili y Lalo. Leoncio se ocupaba de la venta en el local, pero eso no era lo suyo; al poco tiempo decide vender su parte y continuar con su taller (Zapala) de chapa y pintura.

Rolando y Manuela en un momento de esparcimiento con sus hijos Jorge, Oscar y Mary.

La sociedad no rinde los frutos esperados y sumado al cansancio físico por las diversas tareas decide finalizar el vínculo. Cuando Rolando narra esta etapa de su vida, siempre resalta la falta de estudio y la poca experiencia en los negocios.

Nuevamente sin trabajo, decide alquilarle la panadería a Donoso, allá por la calle 9 de Julio y Elcano, donde estuvo gran tiempo el diario el Sureño. En este tiempo transcurrido no sólo cambió de trabajo, sino también de domicilio, mudándose de la casa de su hermano a un alquiler en la calle Belgrano casi esquina Mackinlay y luego a la casa de Olivares, ubicada en ese entonces en la esquina de Moyano y lo que es hoy el pasaje 9 de Julio.

Un incendio en 1969 se llevó todas las ilusiones de progreso. Un aparente problema eléctrico genera un incendio que consumió todo el local y una avícola instalada por Donoso pegada a la panadería.

Nunca bajaron los brazos. Aceptaron una propuesta de Don “Pajarraco” Martínez, quien les alquilaría la despensa San Cayetano, ubicada en la calle 9 de Julio y Alberdi y esto es literal, dado que la calle estaba cortada por las casas haciendo una diagonal, a partir de allí los terrenos le pertenecían al río que los ocupaba con sus desbordes. Con esta nueva oportunidad, desempeñaría su profesión en forma limitada, dado que no contaba con los equipos necesarios. Ayudado por su esposa y sus hijos podría realizar reparto para algunos negocios utilizando una moto – carga marca Zanella, la cual se puede apreciar en una de las fotos.

El progreso del pueblo los sacó del lugar para poder continuar con su crecimiento y los llevó a donde actualmente viven.
Dejó de ser despensero y panadero para poder trabajar en la Municipalidad y en las horas libres hacer unos pesos como chofer auxiliar de un taxi en la parada uno, ubicada en la plaza.

Atrás quedaron los tiempos de cuadra y horno, una nueva oportunidad en su destino le permitió ingresar a la industria del petróleo, trabajando así en YPF donde permanecería hasta la privatización de la empresa.
Con 60 años y sin trabajo, compra una patente de taxi para esperar su ganada jubilación.

Hoy, a sus 80 y 84 años, Manuela y Rolando viven en su casa ubicada en Alberdi y Libertad y si tuvieran que hacer el balance de sus vidas dirían: llevamos 62 años de casados, tuvimos cinco hijos: Gladys, Jorge, Norma, Oscar y Mary, de los cuales tres son fueguinos; 7 nietos y 6 bisnietos todos fueguinos. Vivimos 58 duros años en la isla, duros, pero felices.

Trabajo silencioso

“Dicen que los grandes hombres siempre tienen al lado una gran mujer”
Mucho hemos hablado del panadero, pero todos los esfuerzos realizados fueron posibles gracias a su compañera quien, en forma silenciosa, respaldaba cada paso.

En esas charlas donde cuentan sus historias comentan cómo Manuela lo esperaba con la comida y muchas veces tenía que ayudarlo a comer porque Rolando se quedaba dormido sentado, producto del cansancio acumulado.

Rolando y Manuela acompañados por toda la familia.

En la época de la despensa se turnaban para cocinar, pan dulce, facturas, tapas para los alfajores de maicena, etc. Acá se debe aclarar que todos los productos eran cocinados en el horno de una cocina de hierro, generando una gran demora en la cocción de los productos por el tamaño de la misma. También rellenaba alfajores y atendía la despensa cuando Rolando salía a entregar la mercadería ayudado por su moto carga y acompañado por sus hijos mayores. Todo esto sin descuidar el rol de esposa y madre.

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