Toda una vida marcada por la fueguindad

Las oleadas migratorias desde la convulsionada Europa a América en el siglo XX hicieron posible que pueblos muy disímiles entre sí se unieran en lo que antiguamente era llamado un “crisol de razas”. Fue por ello que mis padres se conocieron en esta recóndita Isla del Atlántico Sur en el año 1958.

Por Ana Berbel.- Mi mamá es María Elena Smǒlcić, nacida en Río Grande en 1940, hija de Jorge Smǒlcić, quien había llegado a Río Grande años antes. Hija del corazón de Ester Urrea quien también había migrado a aquel viejo pueblo de Río Grande junto a sus padres, mis bisabuelos Juan y Elvira.

Mi padre fue Manuel Berbel, entonces un joven inmigrante español con acento a lo Diego de la Vega que impactó a primera vista a la fueguina. Se casaron al poco tiempo de conocerse y de su matrimonio nacimos tres retoños en este sur austral, primero Susana, luego Roberto y yo quienes sumamos a la familia ocho nietos y por ahora un bisnieto, nieto de mi finado hermano Roberto.

Por parte de madre, la “fueguindad” se remonta a comienzos del siglo pasado cuando mis bisabuelos maternos se radican en Ushuaia, los Pechar Laus; y en Punta Arenas se radican los Smǒlcić Martinić, todos eslavos procedentes de las bellas islas del Adriático, entonces Imperio de Austria Hungría.

Por parte de padre, la “fueguindad” nace con el andaluz al que apodaban “gallego” quien llega al pequeño poblado de Río Grande a fines de los años 50 y comienza a forjarse un camino, en lo que fue “su amada Tierra del Fuego” como bien reza el epitafio de su tumba en el cementerio local.

Arribado años antes al puerto de Buenos Aires con sus padres, encontró como tantos su horizonte en la promisoria Patagonia petrolera de aquel ayer.

Mi padre fue dinamitero, chofer de la mentada Tennessee Gas & Oil, taxista de pueblo chico, almacenero, transportista, hotelero, maderero y visionario no tengo dudas. Además de altruista como dan fe de ello muchos antiguos fueguinos, siendo un vecino comprometido con la comunidad y miembro de instituciones que consolidaron esta ciudad, como también protagonista de notables anécdotas que se vinculan a nuestra historia colectiva.

Mi madre Elena ejerció como maestra, graduada como Maestra Normal Nacional en Buenos Aires, en la escuela N°2 Benjamín Zorrilla de la cual había sido alumna y de las primeras que hicieron piquete al recordado Gobernador Manuel “Tito” Campos. Hasta dejar la docencia para dedicarse a acompañar los proyectos de mi viejo, que no fueron pocos y tampoco fáciles. Pero la “yugoeslava” firme los acompañó a todos.

Si debo definir sintéticamente a mis padres diría que fueron una linda yunta de bueyes, laburaron a brazo partido en un país que desafortunadamente aún vive fluctuando entre la ilusión y el desencanto. Capearon crisis tras crisis, poniendo a prueba sus espíritus optimistas y emprendedores. Pero, especialmente, nos enseñaron siempre el valor de ganarse la vida con trabajo, de amasar siempre como mayor capital el buen nombre y especialmente el amor por la tierra que a uno le ha dado de comer, como siempre sentenciaba mi finado padre que no hubo día que no agradeciera todo lo que le dio la Argentina y la Tierra del Fuego.

Otros tiempos aquellos del pueblo de Río Grande que yo, como muchos, alcanzamos a conocer, en que había que ser corajudo para arraigar contra viento y mareas en este fin del mapa argentino apenas reconocido, donde estaba todo por hacer y no había beneficio alguno más que la esperanza. Y además elegirlo, como lugar en el mundo.

Pues como bien decía nuestro poeta fueguino Mochi Leite “lo que el viento no arranca, lo arraiga”. Y nosotros arraigamos fuerte, contando con orgullo más de cien años de raíces bien plantadas en la Tierra del Fuego.

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